"Suite para cello solo nº1" Johan Sebastian Bach
Una
amiga recomienda humildad para “salir del matadero en el que ya estamos”. Vaya
por delante que lo comparto al completo, y que pienso que hay que tener un par
de ovarios para dejarlo escrito y que lo lean. Así, sin más. El caso es que bien
sea porque las respuestas te llaman con un toquecito en el hombro, porque este
lugar tiene un cielo líquido en el que todo el paisaje parece sumergido, porque
uno está de vacaciones (es decir, fatal) y el trabajo de la conciencia se le
acumula como los cacharros sucios en un fregadero, o porque simplemente somos
un setenta por ciento agua, lo cierto es que ayer acabe sentado frente al mar
meditando a la busca de algo que se me escapa entre los dedos la mayor parte
del tiempo.
Sopla
la brisa. Esa que se lleva lo que más guardamos. Reconforta y hiela. Tiene un
mecanismo maravilloso. La estructura de la superficie del agua se agarra a esos
soplos como lenguas de gato. Levantando pequeñas pirámides a modo de vela. Se
va encrespando y rizando. Las olas nacen así, y se agrandan con la misma
turbulencia que crean. Tifones en miniatura que se retroalimentan. Como
nuestros propios huracanes que se abren paso si les ofrecemos el más mínimo
aliento. Y donde antes había un vientecillo dulce, ahora hay una tormenta.
Dicen los entendidos que el esqueleto molecular del agua salobre permite que
los torbellinos de aire las levanten hasta los sesenta metros. Por si alguien
anda perdido con las medidas, eso son veinte pisos. Galernas pavorosas que
viven y matan en Terranova, al este de Java y en el Golfo de Bizkaia. Existen,
pero nadie las ha visto. Mejor dicho nadie ha sobrevivido para contarlo. Y
todas ellas se alumbraron en una ligera brisa como la de ahora.
Entonces
¿mejor que no bufe el viento? Pues no, no hay peor peligro que la tranquilidad
total. La calma chicha. No hay aire en las velas. No hay nada por lo que
luchar. Sólo queda el tedio, el escorbuto y el motín. Mejor cruzar el Cabo de
Hornos. Con media marejada, porque a pesar de que intentamos llegar a Marte, nadie
ha cruzado el Paso de Drake en un día de arbolada. Los que lo han conseguido con
buen tiempo lucen un aro de oro en su oreja izquierda que es por donde aúlla el
vendaval. Los envidio.
Tipos
expertos en esto de navegar, y existen varias maneras de hacerlo. La más simple
es seguir la costa. Avisado por los fareros. Refugiado en sus bahías. Vigilado
por los guardacostas. Y plenamente consciente de dónde estás en cada momento.
Pero eso, aunque tranquilo y distraído, no es una travesía, lo llaman “cabotaje”.
También se pueden surcar las rutas marítimas. Largos pasillos, arados por miles
de navíos, trazados por intereses comerciales, prácticos, lógicos…
autocolonialistas. Extensos corredores convertidos en no-lugares, donde nadie
se mira porque todo es seguro y aburrido. Eso deja un gran espacio vacío. La
mayor parte de los océanos que cubren este planeta son desiertos desolados por
donde nadie transita a no ser que se haya perdido, naufragado o tenga una razón
de mucho peso. La única que cuenta es que el conocimiento se halla siempre en
territorio desconocido. No hay otra. Internarse en esas aguas profundas para
empaparse. Y a eso lo llaman navegación “de altura”.
Cada
uno elige la embarcación que cree conveniente. Gráciles dhowns como los que cruzan el Golfo Pérsico desde que los faraones
eran negros. Desde Nubia hasta la Costa de las especias, sin mapas, sin
salvavidas, sólo por el goce de vivir… perdón de descubrir. Enormes petroleros,
lentos, feos, esclavos de su contenido contaminante. Necesitan hasta un par de
millas para virar y detenerse. Cosa que acostumbran a hacer mal y a destiempo
frente algún paraíso natural. Yates horteras con fiestas a bordo. Portaviones
para llevar la guerra desde sus entrañas hasta otros hogares, pero lejos de los
propios. Atuneros artesanales donde importa cómo manejas tus artes de pesca y
no lo que llevarte en la red todo lo que puedas. Piratas de buen corazón y mucha
mala leche. Gabarras sobrecargadas, bellas goletas, esforzados remolcadores,
buques de rescate, tablas de surf, chalupas que hacen agua, gélidos
rompehielos, balsas de refugiados y colchonetas de playa. Hay de todo.
Cualquier cosa que flote.
Lo
que no flota se hunde. O lo hundimos porque nos molesta y nos jode. En junio de
1943, y sólo ese mes, los submarinos alemanes enviaron al fondo mercantes por
un total de setecientas treinta y ocho mil toneladas métricas. Para los que
anden perdidos con las medidas, es lo mismo que coger un millón de automóviles
y lanzarlos por la borda. Al Mar le da igual, se lo traga todo. Y esto no es un
manifiesto antiecologistas, sino la constatación de que todo lo malo que ocurre
nos lo hacemos a nosotros mismos. Toda la chatarra se amontona en nuestros
atolones de coral. Casi todo el daño es autoinfligido.
De
una manera u otra, elegimos o nos adjudican nuestro navío. Con la carga en la
bodega. Aquí todos llevamos una. El lastre de los días. Mercancías con las que
comerciar en puerto. Víveres para la singladura. Botellas de ron. Contrabando
emocional. Manifiestos alterados para esconder lo que de verdad guardan esos
toneles. Y eso conlleva un riesgo. Hemos apilado las cajas de un modo concreto
y en un lugar especial. Anudando las eslingas y ajustando con mimo los pesares
al eje de la quilla. En una cafetera que hace de todo menos estarse quieta. Y
con el oleaje, la torpeza o simplemente porque sí, cambia de sitio. Las cosas
que atesoramos se deslizan. Sufrimos un
letal desplazamiento de carga. Un cambio de nuestro centro de gravedad. Lo que
no pesaba, ahora nos arrastra. Donde no importaba, ahora importa. Donde antes
valían para todo, ahora es obra muerta. Desequilibrando toda la nave. Abriendo
vías de agua. Desparramadas como la cubertería del Titanic. Colocándose del
lado oscuro de esa ola gigante que se
nos viene encima. Traicionando nuestra propia confianza. Una que no debíamos
haber depositado en ellas, porque las cosas sólo son cosas, y los malos
recuerdos no debemos almacenarlos sino barrerlos. Mantener despejada la
cubierta. No es nomenclatura naval pero creo que a eso lo llaman “desaprender”.
Pero
lo que importa es el rumbo. Y eso es harina de otro costal. Cuando viajamos por
tierra todo está donde ha de estar. Llegas a un cruce y puede que no sepas
hacia qué lado tirar. Pero ahí está esa encrucijada gritándote que es el
momento de tomar una decisión. Y tus opciones son limitadas y concretas. No sé,
me suena a libertad tutelada. En altamar no hay equis indicando el lugar. No
hay una puta señal que te oriente. Has de trazar rutas y llevarlas a cabo. Tú
sólo. Con la única ayuda del Sol, la Luna y las estrellas. Tus compañeras de
viaje. Buscando el Norte. Ése que son dos. El geográfico y el magnético. Como
si la vida tuviera dos. El que nos atrae
y el que nos lleva. El que nos indica nuestros deseos, y el que está
marcado en todos los mapas. Ambos están separados por casi mil millas. Para los
que están perdidos con las medidas, la misma distancia que hay entre Venecia y
Lorient. Dos puertos bañados por mares diferentes. Un pelín separados. A todo
esto, Lorient es un lugar precioso de la costa bretona cuyo nombre se debe a
que sus barcos zarpaban a Oriente, y el corazón de sus gentes también. Creo que
nunca entendieron este jaleo de los polos y las emociones. Por añadidura, el
Norte magnético no se está quieto. Cambia su posición, y con ello la
nuestra. Tanto que se dirige, poco a
poco, al Sur. Ese sitio donde todos queremos acabar.
Por
si todo esto fuera poco, el Mar esconde un gran secreto. Se mueve. Sí, ese
océano inmenso se mueve. Está repleto de corrientes. Parece uno entero pero es
como un laberinto de ríos de diferente temperatura y salinidad. Moviéndose en
cualquier dirección. No puedes estar quieto y no hacer nada porque te llevará
adonde no imaginas. Probablemente hacia los arrecifes, porque al Mar le
disgusta mucho la pereza disfrazada de desapego. Tienes que moverte, porque
nada se detiene. Y para ello, has de saber tu rumbo, tu velocidad y tu
posición. A eso se llama navegación de “estima”. Y la estima que te tengas ha
de tener en cuenta la corriente sobre la que viajas, porque puede acelerar o
ralentizar tu viaje. Como caminar hacia delante o hacia atrás en un vagón de
tren embalado. No hay nada en el horizonte. Ninguna referencia. Calculas
durante cuánto tiempo y a cuántos nudos has ido para saber donde girar el
timón. Cada trayecto entre cambio de rumbo se llama “derrota”. Amo mis derrotas
porque son obra mía, y sólo mía. Y de eso modo, escorando a babor y
estribor, intentas llegar a un punto en
medio de la nada. Es tal la dificultad que los viejos lobos de mar llaman a ese
destino final exacto y sin errores, “punto de fantasía”. Y ese es nuestro
destino, un punto imaginario,
inexistente en los mapas, pero tan real que estamos dispuestos a
jugarnos por él, todo lo que tenemos. Con pericia marinera. Con valor. El mayor
acto de fe en nosotros mismos.
En
ocasiones, ese punto de fantasía, puede realmente no existir. Quimeras que
perseguimos. Atlántidas. Triángulos de las Bermudas. Producto de nuestro ego
desmedido. Nuestro maldito Paso del Noroeste. Aventuras forjadas con el único
objeto de hacernos peores. Delirios de grandeza para encontrarnos con nuestra
verdadera naturaleza. Venenos del alma. Como sir John Franklin que partió a la
busca de un mítico camino entre el Atlántico y el Pacífico por el norte de
Canadá. Sus barcos, el Erebus y el Terror (vaya nombrecitos) quedaron
varados entre los témpanos. Todos murieron. Tumbas a las que se sumaron las de
los que intentaron rescatarlos en los años venideros. Muchas. Para los que
anden perdidos con las medidas, demasiadas, siempre son demasiadas. Vidas de
seres como tú y como yo. Con sus anhelos, amores y esperanzas. Perdidas en pos
de la gloria, la vanidad, y la estupidez.
Todos
cazamos esas ballenas blancas. Alucinados por escuchar un “allí resopla”. No
miramos a nuestro alrededor. Dejamos un reguero de gente abandonada a sus
sentimientos. Personas a las que no salvamos, porque significa detenernos y renunciar
a nuestros sueños. O lo hacemos únicamente por, como dice mi amiga, adquirir
poder. Porque nos viene bien. Pero en realidad son náufragos que dejamos a
nuestra amura. Y cuando eso ocurre, todos ellos tienen una posición respecto a
nuestro rumbo. Para que os quede claro, ese pasar de largo, en términos de
náutica, se llama “demora”. Y como todas
las demoras es imperdonable.
Con
todo esto me he adentrado en este Mar. Vigilando las mareas, que pueden ser
inexistentes como en el Mediterráneo, o veloces como el galope de un caballo
como en las marismas de Mount Saint Michel. Cruzando los bancos de niebla. Con
la brújula que un buen amigo me puso en la mano, aparejada de una confianza de
la que me enorgullezco. Con un vigor que me acompaña siempre. Cantando a los
delfines desde el bauprés, y avergonzado porque éste es un sueño robado. Pero
me parece tan bello. Saboreando los amaneceres y las auroras boreales. Anonadado
por el fuego de San Telmo que se enreda en el palo mayor. Podría decir que he
olvidado mis temores pero, siendo honesto, no. Me gustaría pero no. Lo cierto es
que yo también me amotino cuando falta lo que necesito. Y no está bien. Que no
he cruzado el Cabo porque aún no me atrevo. Que no tengo la “altura”
suficiente. Que he intentado matar a Moby Dick. Que también echo mi chatarra al
agua cuando nadie mira. Que el cargamento hace lo que le viene en gana. Que
confundo los polos, los míos y los de los demás. Y eso tampoco está bien. Que
no conozco mi verdadera posición, ni mi rumbo, y la mayoría de las veces me
importa un comino. Que tengo algunas “demoras” en mi cuaderno de bitácora. Y
cuando me doy cuenta de todo eso… entonces las olas crecen, y parece que van a
alcanzar esos veinte pisos, y creo que no saldré de esta, y me acojono de
veras. Porque yo no sé navegar. No he aceptado mi oscuridad. Y he de hacerlo
para aprender. Para que alguien me enseñe cómo se hace. Para que estos mapas
que llevo tatuados en el corazón me muestren sus latitudes y sus profundidades.
Sólo tengo este bote, del que he hecho mi hogar, mi causa y mi ciudadela. Pero
a veces achico el agua con una lata. Es lo que hay. No me entero del todo, pero prometo escuchar mejor. Los que
amamos no son una costa en la que abrigarnos sino un océano para compartir.
Para vivir. También son ese Mar que se mueve. Por una vez, la Vida imita al
arte… el de la navegación. No sé nada de barcos, ni de cantar en el bauprés pero
estoy dispuesto a esforzarme, a regalar todas las sonrisas y las lágrimas
necesarias para ello. Para los que andan perdidos con las medidas, pues mira,
ni puta idea. Las que hagan falta.
a.