martes, 27 de diciembre de 2011

EL MAR Y LA VIDA





"Suite para cello solo nº1" Johan Sebastian Bach

Una amiga recomienda humildad para “salir del matadero en el que ya estamos”. Vaya por delante que lo comparto al completo, y que pienso que hay que tener un par de ovarios para dejarlo escrito y que lo lean. Así, sin más. El caso es que bien sea porque las respuestas te llaman con un toquecito en el hombro, porque este lugar tiene un cielo líquido en el que todo el paisaje parece sumergido, porque uno está de vacaciones (es decir, fatal) y el trabajo de la conciencia se le acumula como los cacharros sucios en un fregadero, o porque simplemente somos un setenta por ciento agua, lo cierto es que ayer acabe sentado frente al mar meditando a la busca de algo que se me escapa entre los dedos la mayor parte del tiempo.

Sopla la brisa. Esa que se lleva lo que más guardamos. Reconforta y hiela. Tiene un mecanismo maravilloso. La estructura de la superficie del agua se agarra a esos soplos como lenguas de gato. Levantando pequeñas pirámides a modo de vela. Se va encrespando y rizando. Las olas nacen así, y se agrandan con la misma turbulencia que crean. Tifones en miniatura que se retroalimentan. Como nuestros propios huracanes que se abren paso si les ofrecemos el más mínimo aliento. Y donde antes había un vientecillo dulce, ahora hay una tormenta. Dicen los entendidos que el esqueleto molecular del agua salobre permite que los torbellinos de aire las levanten hasta los sesenta metros. Por si alguien anda perdido con las medidas, eso son veinte pisos. Galernas pavorosas que viven y matan en Terranova, al este de Java y en el Golfo de Bizkaia. Existen, pero nadie las ha visto. Mejor dicho nadie ha sobrevivido para contarlo. Y todas ellas se alumbraron en una ligera brisa como la de ahora.

Entonces ¿mejor que no bufe el viento? Pues no, no hay peor peligro que la tranquilidad total. La calma chicha. No hay aire en las velas. No hay nada por lo que luchar. Sólo queda el tedio, el escorbuto y el motín. Mejor cruzar el Cabo de Hornos. Con media marejada, porque a pesar de que intentamos llegar a Marte, nadie ha cruzado el Paso de Drake en un día de arbolada. Los que lo han conseguido con buen tiempo lucen un aro de oro en su oreja izquierda que es por donde aúlla el vendaval. Los envidio.

Tipos expertos en esto de navegar, y existen varias maneras de hacerlo. La más simple es seguir la costa. Avisado por los fareros. Refugiado en sus bahías. Vigilado por los guardacostas. Y plenamente consciente de dónde estás en cada momento. Pero eso, aunque tranquilo y distraído, no es una travesía, lo llaman “cabotaje”. También se pueden surcar las rutas marítimas. Largos pasillos, arados por miles de navíos, trazados por intereses comerciales, prácticos, lógicos… autocolonialistas. Extensos corredores convertidos en no-lugares, donde nadie se mira porque todo es seguro y aburrido. Eso deja un gran espacio vacío. La mayor parte de los océanos que cubren este planeta son desiertos desolados por donde nadie transita a no ser que se haya perdido, naufragado o tenga una razón de mucho peso. La única que cuenta es que el conocimiento se halla siempre en territorio desconocido. No hay otra. Internarse en esas aguas profundas para empaparse. Y a eso lo llaman navegación “de altura”.

Cada uno elige la embarcación que cree conveniente. Gráciles dhowns como los que cruzan el Golfo Pérsico desde que los faraones eran negros. Desde Nubia hasta la Costa de las especias, sin mapas, sin salvavidas, sólo por el goce de vivir… perdón de descubrir. Enormes petroleros, lentos, feos, esclavos de su contenido contaminante. Necesitan hasta un par de millas para virar y detenerse. Cosa que acostumbran a hacer mal y a destiempo frente algún paraíso natural. Yates horteras con fiestas a bordo. Portaviones para llevar la guerra desde sus entrañas hasta otros hogares, pero lejos de los propios. Atuneros artesanales donde importa cómo manejas tus artes de pesca y no lo que llevarte en la red todo lo que puedas. Piratas de buen corazón y mucha mala leche. Gabarras sobrecargadas, bellas goletas, esforzados remolcadores, buques de rescate, tablas de surf, chalupas que hacen agua, gélidos rompehielos, balsas de refugiados y colchonetas de playa. Hay de todo. Cualquier cosa  que flote.

Lo que no flota se hunde. O lo hundimos porque nos molesta y nos jode. En junio de 1943, y sólo ese mes, los submarinos alemanes enviaron al fondo mercantes por un total de setecientas treinta y ocho mil toneladas métricas. Para los que anden perdidos con las medidas, es lo mismo que coger un millón de automóviles y lanzarlos por la borda. Al Mar le da igual, se lo traga todo. Y esto no es un manifiesto antiecologistas, sino la constatación de que todo lo malo que ocurre nos lo hacemos a nosotros mismos. Toda la chatarra se amontona en nuestros atolones de coral. Casi todo el daño es autoinfligido.

De una manera u otra, elegimos o nos adjudican nuestro navío. Con la carga en la bodega. Aquí todos llevamos una. El lastre de los días. Mercancías con las que comerciar en puerto. Víveres para la singladura. Botellas de ron. Contrabando emocional. Manifiestos alterados para esconder lo que de verdad guardan esos toneles. Y eso conlleva un riesgo. Hemos apilado las cajas de un modo concreto y en un lugar especial. Anudando las eslingas y ajustando con mimo los pesares al eje de la quilla. En una cafetera que hace de todo menos estarse quieta. Y con el oleaje, la torpeza o simplemente porque sí, cambia de sitio. Las cosas que atesoramos  se deslizan. Sufrimos un letal desplazamiento de carga. Un cambio de nuestro centro de gravedad. Lo que no pesaba, ahora nos arrastra. Donde no importaba, ahora importa. Donde antes valían para todo, ahora es obra muerta. Desequilibrando toda la nave. Abriendo vías de agua. Desparramadas como la cubertería del Titanic. Colocándose del lado oscuro de esa ola  gigante que se nos viene encima. Traicionando nuestra propia confianza. Una que no debíamos haber depositado en ellas, porque las cosas sólo son cosas, y los malos recuerdos no debemos almacenarlos sino barrerlos. Mantener despejada la cubierta. No es nomenclatura naval pero creo que a eso lo llaman “desaprender”.

Pero lo que importa es el rumbo. Y eso es harina de otro costal. Cuando viajamos por tierra todo está donde ha de estar. Llegas a un cruce y puede que no sepas hacia qué lado tirar. Pero ahí está esa encrucijada gritándote que es el momento de tomar una decisión. Y tus opciones son limitadas y concretas. No sé, me suena a libertad tutelada. En altamar no hay equis indicando el lugar. No hay una puta señal que te oriente. Has de trazar rutas y llevarlas a cabo. Tú sólo. Con la única ayuda del Sol, la Luna y las estrellas. Tus compañeras de viaje. Buscando el Norte. Ése que son dos. El geográfico y el magnético. Como si la vida tuviera dos. El que nos atrae  y el que nos lleva. El que nos indica nuestros deseos, y el que está marcado en todos los mapas. Ambos están separados por casi mil millas. Para los que están perdidos con las medidas, la misma distancia que hay entre Venecia y Lorient. Dos puertos bañados por mares diferentes. Un pelín separados. A todo esto, Lorient es un lugar precioso de la costa bretona cuyo nombre se debe a que sus barcos zarpaban a Oriente, y el corazón de sus gentes también. Creo que nunca entendieron este jaleo de los polos y las emociones. Por añadidura, el Norte magnético no se está quieto. Cambia su posición, y con ello la nuestra.  Tanto que se dirige, poco a poco, al Sur. Ese sitio donde todos queremos acabar.

Por si todo esto fuera poco, el Mar esconde un gran secreto. Se mueve. Sí, ese océano inmenso se mueve. Está repleto de corrientes. Parece uno entero pero es como un laberinto de ríos de diferente temperatura y salinidad. Moviéndose en cualquier dirección. No puedes estar quieto y no hacer nada porque te llevará adonde no imaginas. Probablemente hacia los arrecifes, porque al Mar le disgusta mucho la pereza disfrazada de desapego. Tienes que moverte, porque nada se detiene. Y para ello, has de saber tu rumbo, tu velocidad y tu posición. A eso se llama navegación de “estima”. Y la estima que te tengas ha de tener en cuenta la corriente sobre la que viajas, porque puede acelerar o ralentizar tu viaje. Como caminar hacia delante o hacia atrás en un vagón de tren embalado. No hay nada en el horizonte. Ninguna referencia. Calculas durante cuánto tiempo y a cuántos nudos has ido para saber donde girar el timón. Cada trayecto entre cambio de rumbo se llama “derrota”. Amo mis derrotas porque son obra mía, y sólo mía. Y de eso modo, escorando a babor y estribor,  intentas llegar a un punto en medio de la nada. Es tal la dificultad que los viejos lobos de mar llaman a ese destino final exacto y sin errores, “punto de fantasía”. Y ese es nuestro destino, un punto imaginario,  inexistente en los mapas, pero tan real que estamos dispuestos a jugarnos por él, todo lo que tenemos. Con pericia marinera. Con valor. El mayor acto de fe en nosotros mismos.

En ocasiones, ese punto de fantasía, puede realmente no existir. Quimeras que perseguimos. Atlántidas. Triángulos de las Bermudas. Producto de nuestro ego desmedido. Nuestro maldito Paso del Noroeste. Aventuras forjadas con el único objeto de hacernos peores. Delirios de grandeza para encontrarnos con nuestra verdadera naturaleza. Venenos del alma. Como sir John Franklin que partió a la busca de un mítico camino entre el Atlántico y el Pacífico por el norte de Canadá. Sus barcos, el Erebus y el Terror (vaya nombrecitos) quedaron varados entre los témpanos. Todos murieron. Tumbas a las que se sumaron las de los que intentaron rescatarlos en los años venideros. Muchas. Para los que anden perdidos con las medidas, demasiadas, siempre son demasiadas. Vidas de seres como tú y como yo. Con sus anhelos, amores y esperanzas. Perdidas en pos de la gloria, la vanidad, y la estupidez.

Todos cazamos esas ballenas blancas. Alucinados por escuchar un “allí resopla”. No miramos a nuestro alrededor. Dejamos un reguero de gente abandonada a sus sentimientos. Personas a las que no salvamos, porque significa detenernos y renunciar a nuestros sueños. O lo hacemos únicamente por, como dice mi amiga, adquirir poder. Porque nos viene bien. Pero en realidad son náufragos que dejamos a nuestra amura. Y cuando eso ocurre, todos ellos tienen una posición respecto a nuestro rumbo. Para que os quede claro, ese pasar de largo, en términos de náutica,  se llama “demora”. Y como todas las demoras es imperdonable.

Con todo esto me he adentrado en este Mar. Vigilando las mareas, que pueden ser inexistentes como en el Mediterráneo, o veloces como el galope de un caballo como en las marismas de Mount Saint Michel. Cruzando los bancos de niebla. Con la brújula que un buen amigo me puso en la mano, aparejada de una confianza de la que me enorgullezco. Con un vigor que me acompaña siempre. Cantando a los delfines desde el bauprés, y avergonzado porque éste es un sueño robado. Pero me parece tan bello. Saboreando los amaneceres y las auroras boreales. Anonadado por el fuego de San Telmo que se enreda en el palo mayor. Podría decir que he olvidado mis temores pero, siendo honesto, no. Me gustaría pero no. Lo cierto es que yo también me amotino cuando falta lo que necesito. Y no está bien. Que no he cruzado el Cabo porque aún no me atrevo. Que no tengo la “altura” suficiente. Que he intentado matar a Moby Dick. Que también echo mi chatarra al agua cuando nadie mira. Que el cargamento hace lo que le viene en gana. Que confundo los polos, los míos y los de los demás. Y eso tampoco está bien. Que no conozco mi verdadera posición, ni mi rumbo, y la mayoría de las veces me importa un comino. Que tengo algunas “demoras” en mi cuaderno de bitácora. Y cuando me doy cuenta de todo eso… entonces las olas crecen, y parece que van a alcanzar esos veinte pisos, y creo que no saldré de esta, y me acojono de veras. Porque yo no sé navegar. No he aceptado mi oscuridad. Y he de hacerlo para aprender. Para que alguien me enseñe cómo se hace. Para que estos mapas que llevo tatuados en el corazón me muestren sus latitudes y sus profundidades. Sólo tengo este bote, del que he hecho mi hogar, mi causa y mi ciudadela. Pero a veces achico el agua con una lata. Es lo que hay. No me entero del todo, pero prometo escuchar mejor. Los que amamos no son una costa en la que abrigarnos sino un océano para compartir. Para vivir. También son ese Mar que se mueve. Por una vez, la Vida imita al arte… el de la navegación. No sé nada de barcos, ni de cantar en el bauprés pero estoy dispuesto a esforzarme, a regalar todas las sonrisas y las lágrimas necesarias para ello. Para los que andan perdidos con las medidas, pues mira, ni puta idea. Las que hagan falta.

a.







miércoles, 19 de octubre de 2011

PATINAZO CÓSMICO



"One big love" Emmylou Harris


En la primavera de 1961, los norteamericanos andaban locos porque los rusos habían lanzado a un tipo al espacio y le habían hecho dar un par de vueltas a la Tierra. La vergüenza nacional alcanzaba cotas estratosféricas, nunca mejor dicho, al no poder equiparar ese logro. Así que decidieron enviar a su propio representante al Vacío como fuera. Lo cuál pintaba como una mala idea, o quizás no.

Eligieron a Alan Shepard como pionero espacial, y le encomendaron algo que ya había realizado antes un colega de trabajo muy especial, Ham El Chimpancé. Un asunto muy comprometido porque lo que tiene el control de calidad con simios es que si luego vas tú, impecable oficial de una superpotencia, y la pifias… vas a quedar como el culo de un mandril. Pelado y en pompa. Por añadidura, coronar con éxito el desafío sólo exigía una cosa. Pulsar un botón, apretar los dientes y aguantar. El piloto era un convidado de piedra en un juego muy peligroso. Al fin y al cabo, lo montaban en un cohete de feria muy caro al que sólo había que encenderle la mecha. Y quedarse quieto, contemplando los acontecimientos, es una de las cosas más simples pero más difíciles que existen. Sin mover un dedo mientras el destino te alcanza. No hacer nada en absoluto. Una cosa pero que muy complicada.

La misión Mercury era un desastre. Acuciados por una supuesta invasión de platillos volantes comunistas, se habían gastado un pastuzo en prototipos que se pedorreaban en la madre que los parió, a la sazón, una panda de ingenieros de pasado nazi y dudosa eficacia. Sin embargo, los soviéticos habían puesto en órbita a Yuri Gagarin con una precisión y austeridad proverbial. Los rojos eran capaces de hacer volar a un mecánico de Vladivostok con un trapo sucio, un destornillador y una botella de vodka. Incluso sólo con la botella.

Así que esa mañana, todo el país estaba emocionado a excepción de los propios implicados, que conocían perfectamente la verdadera dimensión de la chapuza. Tanto es así que la frase lapidaria del astronauta al entrar en la cabina fue “Dios mío, no dejes que la joda”. Muy descriptiva como plegaria. De acuerdo al nivel de imprevisión previsto, el lanzamiento se fue retrasando durante varias horas a medida que los técnicos iban apagando las luces rojas de catástrofe según  se encendían una tras otra. Los procesos con suspense son entretenidos en la tele, pero Alan estaba embutido en una cápsula en miniatura, totalmente sellada, y sobre varias toneladas de combustible enriquecido y chatarra de alta tecnología. Los minutos pasaban. Y el que espera, desespera. Supongo que se le iría la cabeza al catálogo de calamidades posibles. Desde la desmembración súbita por deflagración al escarnio público por ser un inútil. Pero los golpes le llegarían un poco más bajos de lo que imaginaba. Bien porque uno tiende a perder de vista lo más mundano, o bien porque era lelo, Shepard olvidó que se había tomado un montón de zumos de naranja en el desayuno. Para quitar el regusto metálico del miedo, por ejemplo. El viaje no llegaría a una hora, pero llevaba varias horas enlatado en duraluminio lo que permitió que el exceso de líquido y los nervios hicieran de las suyas. Eso le llevo a abrir el micro y soltar un tímido y enternecedor “Houston, tenemos un problema… me estoy meando”.

El estupor corrió por el centro de mando. Nadie había redactado nada de pérdidas leves de orina en el manual de operaciones. Yo creo que los cerebritos de la NASA pensaban que los tarugos de las fuerzas aéreas sólo iban al aseo con una orden directa y por escrito. Así que, tras deliberaciones y cónclaves al más alto nivel, su científica respuesta fue “Capitán, hágaselo encima”. Shepard avergonzado pregunto sino podía salir al excusado un momento. Ni de coña, eso cancelaría la misión. Ni siquiera sabían como apagar los motores sin agotar la gasofa. No estaban en una clase de primaria sino que aquello era una bomba volante. Reticente, el piloto, pregunto por los posibles peligros de evacuar su vejiga sin evacuar el resto de su persona de la nave. Con una honestidad a toda prueba, y muy hijadeputa también, le informaron de que llevaba tantos cables y sensores pegados al cuerpo que alguno podía cortocircuitar al contacto con la agüita amarilla. Entre el bochorno eterno de tener su bautismo espacial con orines, y volar en pedazos por los mismos, Alan eligió el camino de en medio. Aguantarse. Era lo que más se parecía a no hacer nada.

Por fin, la cuenta atrás llego. Tres, dos, uno… ignición… y micción, claro. Ninguna próstata prieta es capaz de aguantar varios “g” de gravedad negativa. Mientras el gallardo oficial era elevado a las más altas esferas su uretra se liberaba con alivio. Como iba sentado con la espalda apoyada en el respaldo, y el respaldo descansaba en el suelo la cosa se le escurrió por la entrepierna y quedo embalsada en su espalda, mientras la nave temblaba por el impacto sónico. Por suerte no hubo ni un chispazo, pero sí una cálida y húmeda caricia en sus omoplatos. A estas alturas, Shepard sólo pensaba que los meados no le llegarán al morro en un frenazo y su voz quedara grabada para la posteridad entre borboteos extraños. No se permitió pensar en los huevos con bacon que habían acompañado a los dichosos zumos. La posibilidad de compartir escafandra con el “big business” era demasiado pavorosa. Pero para entonces ya había ejecutado los dos loopings de rigor y el amerizaje era… inminente... je,je.

Cuando lo sacaron de la cápsula, el equipo de rescate se apresuro darle palmadas en la espalda. Y fue la propia salpicadura interior de sus miserias quien le anunció que la misión había sido un éxito completo. El honor patrio estaba intacto y era el primer ciudadano del mundo libre en visitar el espacio. Su traje se exhibiría en el Smithsonian,  con cercos incluidos, para asombro y pasmo de la Humanidad. Junto al eterno hedor de la gloria. Su incontinencia le había permitido no pensar en ese montón de cosas que había imaginado, durante semanas, que iban a ir fatal. Le dejaron hacer eso que le habían encomendado, no hacer nada de nada. Bueno, aparte de mearse encima. Y eso le salvó de ponerse en una tesitura que haría cagarse encima a cualquier otro hijo de vecino. ¡Vaya!

Alguien muy respetado me ha comentado que da la impresión de que vomito uno de estos post cuando he llegado al cabo de la calle en uno de esos periplos personales que jalonan nuestras vidas. Pequeñas certezas o diminutas respuestas a algo que me intriga. No sé. Lo que sí sé, es que me había encomendado no hacer nada en una tarea concreta e importante. Aguantar el tipo. A veces, lo necesitamos, para ver la medida real de las cosas. Pero esperar como las cosas se te vienen encima por sí solas es un barrio mental donde una mala idea vagabunda puede encontrar un buen empleo y liarla parda. Olvide, durante un instante, que "no hacer nada" es únicamente no intervenir de manera artificial sobre lo que nos ocurre. Y no tiene nada que ver con dejar de ser uno mismo. No me he meado encima, pero el otro día casi. Parecía que mis emociones perecerían por exposición a los elementos. Estaba atónito. Pero lo que ocurría es que me encaminaban a otro lugar. Uno que desconozco adónde lleva pero cuyo paisaje me encanta, y me da paz. Alegría. Aunque haya llegado dando un patinazo cósmico. 


a.




miércoles, 5 de octubre de 2011

NADA ES INMINENTE


"Make tomorrow" Peter Gabriel

“Inminente” proviene del latín “Imminere”. Significa “amenazar”. Así que inminente es algo que amenaza con caernos de pronto encima. Pero acostumbramos a confundir la calidad de los eventos con la emoción que nos causan. Algo nos indigna, por tanto, es indignante. ¡Paparruchas! Por añadidura, cuando sentimos aprensión por que las cosas se tuerzan malamente, pensamos. “Esto es inminente, me puedo dar por jodido”. Da igual que eso se corresponda con la realidad objetiva o no. Ocurrirá. En un puñado de ocasiones así pasa. Por nuestro empeño en arrinconarnos hacia lo que creíamos que estábamos abocados. En el resto, que son la mayoría, ocurre cualquier cosa. La que menos imaginamos suele llevar todas las papeletas.

“Nada es inminente” Eso debió pensar Carl Friedrich Gauss cuando lo sacaron de la mazmorra. Llevaba días esperando a que lo pusieran contra un paredón, así que el alivio era grande. Gauss era matemático. Es el tipo de la campana. Sí, ésa, la Campana de Gauss. La que dice que los procesos emergentes y bien dirigidos ascienden hasta su punto máximo de desarrollo, se quedan así un ratito y si no los mimas y riegas con ideas nuevas y frescas se lanzan de nuevo al oscuro vacío como en el desplome de una montaña rusa. La expresión aritmética de que no hay que despistarse y dar por sentado que las cosas van bien. Van a ir bien pero no van a seguir ese sendero sólo porque sí. Hay que currárselo un poco.

A Carl Friedrich le habían enchiquerado en Brunnswick por sus ideas ultraconservadoras y próximas al corolario político de su mecenas, el duque de dicho lugar. Un noble innoble que le gustaba rodearse de lumbreras para dar cuenta de una sensibilidad imaginaria que no repartía con sus súbditos menos letrados. Llevaba años financiando los proyectos de Gauss, e inoculando en él sus ideas más retrógradas. La verdad es que era una bestia parda con ínfulas y nuestro personaje había decidido mirar hacia otro lado mientras tuviera cama, comida y papel para sus teorías. Que fuera un genio de los números no significa que no fuera gilipollas. En 1806, los ejércitos de Napoleón entraron en sus tierras, trayendo sus ideales ilustrados. A los adalides de la Revolución no les hizo ni pizca de gracia que una mente privilegiada nacida en el seno del pueblo llano se hubiera vendido a los caprichos de un oligarca carne de guillotina. Así que le echaron mano y estaban perdiendo la paciencia con su geométrica tozudez cuando alguien intercedió por él, y le salvo de aquello que parecía… inminente.

Tras su liberación, descubrió que su salvador era Monsieur Le Blanch, un colega de disciplina con el que llevaba tiempo carteándose. Su benefactor había removido cielo y tierra hasta dar con el comandante francés de la fortaleza que donde estaba retenido y en capilla. No sabemos que argumentos esgrimió para sacarle de allí. Los méritos intelectuales de Carl eran a esas alturas evidentes, y su falta de tacto político también. Yo me decanto por lo de la gilipollez. Estas cosas suelen funcionar así. Algo como “Excelencia, el sujeto en cuestión tiene un cerebro para lo suyo, pero para nada más. Déjelo marchar, es inofensivo”. Veleidades mías. En cualquier caso, fuera lo que fuera, surtió el efecto deseado.

Contra todo pronóstico, Le Blanch se mostró esquivo a los razonables deseos de Gauss de mostrarle su agradecimiento en persona. Gratitud que había difuminado la anterior envidia sana o insana que había sentido hacia el misterioso profesor. Años antes, Le Blanch había postulado una teoría sobre los números primos de gran envergadura. No me preguntéis, yo soy de letras, pero puedo decir que aclaraba el entendimiento del trabajo visionario del propio Gauss. Además, puso la primera y más importante piedra en la ardua búsqueda de la solución del Último Teorema de Fermat que se resolvería doscientos años después. Una cosa de cubos y cuadrados que es como el santo grial de las ciencias exactas. No importa en qué consiste, pero mola saber que Fermat halló algo correcto, iluminador y muy humano sin saber demostrarlo de manera teórica ni empírica. A estas alturas, podéis imaginar lo seductor que me parece. Creo a pies juntillas que encontramos soluciones propias y acertadas a los dilemas de este viaje, sin tener ni pajolera idea de cómo hemos llegado hasta allí. Y aunque dudamos como perros, sabemos que son ciertos. Quizás las únicas certezas verdaderas que albergamos. Y los demás que digan lo que les venga en gana.

Pero volviendo al hilo de este dislate, al final Le Blanch abrumado por las circunstancias, el revuelo montado en la comunidad académica y los reconocimientos se avino a encontrarse con Gauss. El alemán de las curvas peligrosas no se encontró con un anodino y ensimismado alter ego sino que fue a toparse con una de las más grandes sorpresas de su vida. Probablemente la mayor. Monsieur Le Blanch no era tal, era una mujer llama Marie Sophie Germain. Autodidacta, inteligente y decidida. A la par, la autora de esas teorías adelantadas a su tiempo y la artífice de su liberación era una persona ninguneada y puteada, para que andarse con paños calientes, por su género. No le habían permitido ir a la universidad politécnica, no le daban un título y para formular sus descubrimientos tenía que disfrazarse de señor viejales en sus cartas e informes. Los culpables eran los mismos que no habían movido un dedo para ayudar al germano. Sin embargo, ella se jugó el prestigio, la honra y se había arriesgado al ridículo público por salvar el pellejo de un elemento al que ni conocía y sólo respetaba por su trabajo. En definitiva, había hecho lo contrario de lo que llevaba sufriendo en sus carnes toda su vida. Dar un paso adelante por alguien, más allá de los putos prejuicios de mierda (¡perdón!). Tender la mano, con todas las opciones en contra, y demostrar que nada es inminente para nadie si tienes la entereza suficiente.

Esta hazaña personal, no le deparo grandes réditos a Marie Sophie. Más bien lo pago caro. Ninguna buena acción queda sin castigo. Desvelada su identidad, y a pesar de los esfuerzos de Gauss, nunca consiguió el reconocimiento debido en vida. Le siguieron dando de lado porque algunos no podían tragar que una mujer tuviera más saber y más güebos que sus señorías. A mí me gusta pensar que a ella le importaba un pimiento, que estaba a lo suyo porque estar en paz y equilibrio con uno mismo es la única manera de poder ofrecer algo a los demás. Era una persona de hechos y no de palabras, propias o ajenas. Y me entristece que en su fe de defunción, el funcionario de la república de la Igualdad anotara como ocupación, arrendadora de fincas. En realidad, no me entristece, me hace avergonzarme de ser un hombre. Es lo que hay.

Madmoiselle Germain tendría sus noches oscuras a solas consigo misma. Por muy valiente que fuera. Se sentiría sola y algo cobardica. Con ganas de tirarlo todo por la borda. El peso de nuestra cultura y los miedos que nos tatúa pueden laminar a cualquiera en horas bajas. Desearía decirle que eso no empaña su vida sino que la adorna. Que le da una dimensión enorme a su entrega. Pero no puedo porque ya no está aquí para escucharlo. Y me resisto a no hacerlo así que...


...Querida Marie Sophie, estés dónde estés, seas quién seas, sé que te sientes incomprendida. La eterna lucha entre tus convicciones y las convenciones mundanas es una pelea desigual. Quizás en tu entorno no quieran entender cuál es el camino que has tomado. Quizás te nieguen esa herramienta que necesitas. Quizás hayas encontrado un espacio vacío donde debiera estar. Puede que pienses que te distraes más de la cuenta, y eso te impide llegar más lejos. Puede que, a ratos, estés confundida. Pero no es así. Eres fuerte. Tu esfuerzo no es baldío. Importas y eres importante, dos cosas que se parecen pero que no son lo mismo. Yo he estado confuso y tu inspiración me ha sacado de ahí. Me ha permitido comprenderlo todo sin entender nada en absoluto. Me ha salvado un poco de mí mismo, algo que todos necesitamos. Y me gusta caminar a tu lado. Por ese umbral que quieres cruzar. La vida nos sorprende. Toma mi mano si la necesitas… o no. Da igual. No importa, porque nada nos amenaza. Nada es inminente.


a.

domingo, 25 de septiembre de 2011

LA APNEA EMOCIONAL Y LA LÍNEA RECTA


"Is anything wrong" Lhasa de Sela

Dicen que cuando te sumerges en el agua, e intentas averiguar cuánto tiempo vas a aguantar ahí abajo, ocurre una cosa bastante peculiar. Nuestro cuerpo, que suele ser bastante más eficaz que nuestro intelecto, te envía una señal. “¿Sabes lo que haces, brotha?”. Y lo hace en forma de miedo. El miedo es una emoción básica que todos conocemos y casi nadie reconoce, al menos en frío. En los animales funciona como un mecanismo de alerta. Sube la adrenalina, los sentidos se afilan y los antílopes salen corriendo sanos y salvos. Los humanos, por irracionales, tendemos a bloquearnos. De hecho creo, que la definición del miedo es la incapacidad de pensar. Nuestros ojos se abren como platos  pero no recogen nada, y en nuestros oídos sólo hay ruido blanco. Te asustas. No aguantaré ni un segundo más aquí. Sí le das cuartelillo a eso se abrirá la puerta del pánico y ya no serás tú. Lo divertido del asunto es que en ese momento tus pulmones no han llegado al límite. Ni de lejos. Suele ocurrir al rayar el primer minuto, y hay un tipo por ahí con un record de once, así que aún tenemos margen de maniobra suficiente. En otras palabras, tenemos la posibilidad de sentir, pensar y actuar.

La apnea es un deporte basado en esto. La inmersión a pulmón libre. Bueno, en realidad no es un deporte. No hay entrenamiento convencional concreto. Las reglas son muy simples. Se reducen a ver hasta dónde llegas sin pifiarla. Y aunque tiene forma de campeonato, allí no compites con otros sino que tienes un largo diálogo contigo mismo. La preparación mental es mucho más importante que la física. Se me antoja muy parecido a los dilemas de la vida. Entre los 60 y los 80, este ¿pasatiempo? ¿desafío? vivió emocionantes duelos entre dos amigos, Jacques Mayol y Enzo Maiorca. Los que inspiraron una peli, “El Gran azul” que por poética me interesa mucho más que la realidad. No voy a extenderme en su descripción. Disfrutadla si podéis. Pero de la vida real de Jacques Mayol, hay un dato que me parece muy llamativo. Un día no le permitieron bajar más. Ni a él, ni a nadie. Los médicos decían que era un suicidio. Los jueces y los equipos de seguridad que esperaban al final de la línea con una escafandra blindada no querían subir acompañados de un cadáver. Ninguna organización quería hacerse cargo de una tragedia. No se podía llegar por debajo de los cien metros. No era posible, y punto. Las pruebas se cancelaron. Pero Jacques aprovecho un evento colateral para llevar a cabo su propia gesta. Le invitaron a probar un reloj de precisión llamado Seamaster 120. Creo que lo de 120 iba por los metros. No tengo ni idea, pero supongo que asumir que una máquina de lujo pudiera llegar más allá de donde le permitían, no estaba entre sus planes. Así que el francés aprovecho para saltarse la barrera y llegar a los 105 metros. Espero sinceramente que el puto peluco reventara en el proceso. Porque esos trastos sólo se miden a sí mismos… y el tiempo no existe... Hacemos nuestras propias reglas cuando confiamos.

A los patrocinadores del evento no les debió hacer ni pizca de gracia. Pero ellos se habían ocupado de que fuera lo más público posible así que el daño ya estaba hecho. Hoy día hay un elemento que dobla la marca y da fe de que llegamos hasta donde queremos llegar. Todo es cuestión de decisión, el que se compromete vence. Ese tipo de la organización, que respira helio, y que nos hace señales para que volvamos al barco de los cuerdos no es de nuestro mundo. Como una sierna nos llama al Limbo. El de la Divina Comedia. Donde desesperan todos aquellos que decidieron no decidir nada. Los que en el momento de la primera alerta, bajaron los brazos y se dejaron a la rutina. El verdadero infierno dantesco. Lo dicho, destinado a los que consumen helio, y tienen voz de pato. No apto para los que desean sumergirse.

Los practicantes de la apnea utilizan una cuerda con un ancla para no perderse en sus acuáticas idas y venidas. Un hilo conductor entre las olas de arriba y la paz de abajo. Lo hacen porque la presión embota los sentidos y la orientación. La presión suele ser un enemigo más contumaz que la asfixia y esa línea fácil te lleva a la ¿seguridad? Pero no hace demasiado he descubierto que una línea recta no es el camino más corto entre dos puntos. Diga lo que diga Euclides. Ni de coña. Todas las cosa que nos han ocurrido nos llevan adonde estamos. En una inmensa curva. Todos esos momentos que no se perderán como lágrimas en la lluvia. Todas esas tardes de primavera y las noches de verano. Esa mirada en la playa que lo dijo todo sin decir ni pío. Ese hastío que ofusca, doblega y me rindió en el peor segundo. Esa calle a la que no quieres volver. Esa pradera a la que siempre deseas, y no digo quieres, regresar. Ese clic de obturador que me dice quién fui durante un sesentavo de segundo. Ese brindis sin sol. Todos esos felices encuentros al ocaso. Esa dulce amargura al final de la escapada. Esas vueltas a casa. Esa música lejana. Ese aroma que envolvía mi mano en otra mano. Esas idas y diretes. Esas largas caminatas por el desierto donde aprendes que, sin rumbo, terminas caminando en círculos porque tienes una pierna más larga que la otra… esas pequeñas asimetrías de la vida. Todo eso, y algo más, flotó ingrávido frente a mí, mientras contemplaba a un caballo trotar en círculos en torno a su único universo. A vueltas sobre alguien que superaba sus miedos. Alguien que confiaba. Presenciarlo fue muy, muy real... y muy, muy hermoso. Se me coló dentro, y desordeno con exquisito concierto este rompecabezas.

Así aprendemos. Usando el miedo como motor. Aprendiendo de los que caminan a nuestro lado. De verles superar sus temores y preocupaciones. Inspirándonos en su fragilidad. Esa que los hace enteros y completas. Todos albergamos inquietudes oscuras. Nadie está tan equilibrado para no tenerlas. Nos cuesta reconocerlas, porque nos hace vernos débiles y vulnerables. Pero hay que tener dudas para dejar de tenerlas. Las albergamos y decidimos. Confiamos. Practicamos el Arte de Vivir. Con maestría, si eso es posible. Y también permitimos a los demás que se apoyen un poquito en nosotros. No es gran cosa, pero si lo es porque hace que todo merezca la pena. Sabes que ibas hacia algún lado durante todo este tiempo. Y que aún aire de sobra en este corazón. Que quiero quedarme en estas aguas calmadas un rato más. Que quiero estar aquí. Aquí estoy. Aquí estamos. Éste es el camino a casa. Todo ocurre ahora. ¡Joder! ¡Sí! ¡Ahora!

Confianza. Al final… y al principio se trata de esto. Y sólo de esto. Vamos a confiar en nosotros y los que tenemos a nuestro alrededor ¿o no? Cuando estamos en esas profundidades. Esas que hemos elegido, porque estamos allí por algo. Cuando sentimos que el cerebro se nos queda hipóxico. Cuando creemos que no hay nada que hacer. Cuando creemos que el futuro se acaba, y el pasado no nos sirve. Cuando el miedo nos atenaza y sólo pensamos en que debemos volver a la superficie a por más oxígeno. En ese momento, aún queda mucho en la reserva si confiamos. Lo suficiente para ver lo bueno que hay en nosotros en ese preciso instante. Y nada más que en ése instante. El presente deja de estar ausente. Es entonces cuando las cosas cambian. Cuando mejoramos. Cuando tus acciones se corresponden con tus sentidos y con quien eres. Cuando descubres que aún hay tiempo para Todo. Y que ese Todo va a ir bien. Muy bien.

a.

PD Gracias por ayer… gracias por ahora.

domingo, 24 de julio de 2011

LA EKIS MARCA EL LUGAR

 

“Divenire” Ludovico Einaudi

Sí intentas aterrizar en la superficie de un planeta con una trayectoria demasiado plana pueden ocurrir dos cosas. Que te quedes varado en una órbita perpetua, o que rebotes como una piedra sobre un estanque y te pierdas en el infinito. En ambos casos, el viaje continúa y el tiempo se detiene. No importa mucho porque, en efecto, el tiempo no existe y el movimiento es inexorable.

Cuando sales del espacio-tiempo desde el Oriente Celeste no dominas ni la velocidad terminal, ni el ángulo de entrada. Sólo haces lo que puedes. La dichosa ansia de control mató al Major Tom. Me hubiera gustado amerizar en esa superficie. O al menos quedarme en órbita geoestacionaria sobre mi destino. Contemplándola desde una cálida distancia. Pero lo único que está a mi alcance es una elipse geosincrónica. Aún así, me encanta esta palabreja, significa que tu curva y la de tu asteroide preferido están unidas por un arco emocional que te aleja en tus inviernos y se acerca en sus veranos. Estaciones cósmicas donde no hay rumbos.

Sin embargo, creo hallarme en una espiral que me devolverá, a la larga, de nuevo al exterior. El impacto fue leve en su primer instante. Un escalofrío de martes por la mañana. De manera imperceptible, la barrena invertida se adueño de este horizonte inmenso. En el espacio, las velocidades son difíciles de calcular. No hay referencias y todo va demasiado deprisa o demasiado lento. Esperaba una colisión demoledora. Una supernova bella y letal. Sin embargo ha sido como un codazo en el autobús, uno de esos que te desequilibran el resto del día. Ahora contemplo el único rastro del evento. Una diminuta fractura en el visor de mi casco. Una cicatriz en aspa que indica donde se cruzan los caminos… o donde se separan. Ante mis ojos, una equis marca el lugar.

Ahora tengo un puñado enorme de momentos fugaces para meditar sobre el significado de esa x. Hay un montón de ellas por ahí. Como en 2001, todo está lleno de estrellas. Y desde aquí, las x y los luceros se parecen mucho. La antepenúltima letra del alfabeto ronda por el Universo a sus anchas. Mucha recompensa para la tercera por la cola. Habita en eso que los antropólogos culturales llaman no-lugares. Parajes que no tienen suficiente relevancia en sí mismos o, en su defecto, lo que acontece en ellos tampoco se la otorga. Marc Augé enumera autopistas, supermercados, hoteles y aeropuertos como ejemplos de zulos despersonalizados donde nada ocurre, o la nimiedad de lo acaecido los hace invisibles. Partidas, llegadas, descuentos, servicio de habitaciones, peajes, desvíos, embarques, extravíos, rutas, reservas, luces frías. Demasiada carga alegórica para que pierdan nuestra estima. No estoy de acuerdo, apreciado Marc. Un accidente existencial en una parada de taxis no es un no-lugar. Es un enigma. Una gran x. Y es el misterio el que parece mover todo el cotarro.

X. La incógnita de la ecuación. Ésa que tanta guerra daba en el bachillerato unificado polivalente. Números por todas partes y la interrogante letrita haciendo de las suyas. Siempre buscando un resultado para saber su verdadero valor. Nulo o inmenso. ¿Qué te da? susurrabas en el pupitre. Podía darte nada o quitarte todo. Siempre tendía a cero cuando habías anotado infinito. Infinito que tiene como icono otra equis que parece cerrase sobre sí misma en un sinfín permanente. Yo me la jugué a que tendería a cero pero ha salido que tiende a este infinito porque olvidé que las personas son como los números. Irracionales, positivos, enteros, primos, impares, perfectos… naturales.

Muy a pesar nuestro, nuestra amiga tiene sus propias amistades. Doña Constante y Doña Variable han salido a pasear por el parque. La primera tiene un efecto multiplicador sobre la segunda, y ya sabéis que signo es el de multiplicar. Cuando ese símbolo aparece, la incógnita adopta trazos caligráficos, como dos c cóncavo-convexas. Una Luna y su Eclipse. En ocasiones la constante es cero. Si la divide volvemos a que las cosas huyan al infinito. Conocer tu constante puede ayudar a descubrir el resultado de x. Te lleve donde te lleve. Yes, Brotha, como diría Desmond. En realidad el Lostie escocés usaría una expresión arcaizante en inglés pero hoy no es pertinente… o no me atrevo.

Lo más gracioso del álgebra es que cuando le das un valor correcto, funcional y absoluto a la incógnita, ésta se convierte, según los manuales matemáticos, en… “identidad”. ¡Toma ya! Al final va a ser que no saber quién eres es una cuestión de calculadora. Supongo que por eso Descartes era filósofo y matemático a un tiempo. Inventor de sus coordenadas cartesianas para situar a cualquiera en su lugar en el orbe. Por si no lo sabes tu eje de abcisa se representa con la x. Y tu posición ortogonal tiene su punto de partida en una coordenada del plano euclidiano. De coña. Suena a Paraíso de pintura surrealista. Los secretos vitales de la geometría analítica. Computo ergo sum.

Pero hay x de otras clases. A todas les une un halo de misterio. O de sarcasmo. La señal de tráfico con una de ellas indica “peligro desconocido”. ¡Hay que joderse! ¿Peligro desconocido? Mi querida DGT, si desconoces la calidad de la amenaza ¿cómo sabes que existe realmente? En fin, esto de poner en duda la inexistencia de la propia x es la norma. Astrónomos muy sesudos llevan décadas buscando el Planeta X. Hace tiempo pensaron que era Plutón cuando descubrieron su presencia. Pero, claro, el Planeta X no podía tener nombre, para eso es X ¿no? Y si no lo vemos, tanto mejor. No hay pruebas fehacientes, pero la teoría reza que Plutón no tiene la masa necesaria para crear las alteraciones  en el campo gravitatorio que sufre su vecino Neptuno, así que debe de haber otro cuerpo estelar oculto mareando la perdiz con esas ecuaciones llenas de variables. A mi humilde sentir, lo de que la gravedad de uno se vea perturbada y/o mangoneada por un objeto errante desconocido me parece una delicia. Es como decirlo todo y no decir nada. Me encanta y no estoy ironizando. Soy un romántico.

Por otro lado, la posesión del cromosoma X diferencia a los fetos en futuros chicos o chicas. El par veintitrés en concreto. Doble XX y conjugarás los verbos reflexivos en femenino. Es el cromosoma más grande de todos y tiene forma de… x. Y aunque sabemos del efecto de su presencia. En realidad desconocemos su verdadera función. De nuevo en territorio desconocido. El mapa del genoma humano tiene un gran espacio en blanco como los mapas de África del siglo XIX. Por alusiones, sólo los romanos tenían una idea clara del valor de la letrita. Luego vinieron los bárbaros y los templos de Minerva se convirtieron en establos. A todo esto, los espermatozoides viajan a una velocidad de eyección de cuarenta y cinco kilómetros x hora y en manadas de unos doscientos x mil. Mucha tela para un espacio confinado. Y luego, algunos pretenden que no nos pasemos la vida con esa sensación de inercia no deseada que tienes en el metro cuando el vagón no se decide a frenar del todo.

La “Mujer X” es un fósil de homínido que aunque vivía entre neandertales y sapiens, se desconoce su verdadero linaje. Sólo tiene conexiones morfológicas con los actuales habitantes de Papúa Nueva Guinea que como localización “en medio de ninguna parte” va que ni pintado. Además creo que no hay ningún país cuyo nombre comience por x. Sólo los de fantasía.

Según el diccionario RAE una de las acepciones de x es la del signo que se emplea en lugar de un nombre que no se puede decir o no se quiere decir. Nuestras vidas sociales e íntimas están llenas de Señores X. Hombres del saco, agentes de bolsa, mataharis privadas y espías del KGB. En dicho diccionario hay 161.692 acepciones de lema. Entradas, vaya. De las cuales sólo 29 empiezan por x. Un exiguo 0,0179 del total. Si fueran respuestas a x número de preguntas, podríamos decir que también tienden a cero. Creo que en la vida estamos en esa misma página del dichoso diccionario. Por si fuera poco, esas 29 solitarias son de uso, digamos, improbable. Arcanos generalmente relacionados con enfermedades. “Xantoma” que es una cosa chunga de la piel. “Xeroftalmia” que es una cosa chunga de los ojos. “Xerografía” que es una cosa chunga de las fotocopiadoras. Y “Xenofobia” que es una cosa chunga del corazón. ¿O era del cerebro? Bueno, “cazurrismo puro”, eso. Es la misma afección por la cuál los X-Men se sienten desplazados en una sociedad que dice temerles por diferentes. Esto es una metáfora de algo, ¿verdad?

En los cómics tener los ojos en forma de x significa que te han dado la del pulpo. Y en los emoticonos que te partes de risa hasta perder el sentido. Las x entre los exabruptos e improperios al estilo bachi-bozouks o bebesinsed del Capitán Haddock sustituyen a tacos de calibre demasiado gordo para la supuesta literatura infantil. Esos mismos tebeos plantan tres equis en los explosivos marca ACME y en las botellas de alto contenido etílico. Igual que la carga erótica de los temas que aparecen en los ciento sesenta millones de resultados si buscas x en Google.

Algunos dicen pertenecer a la “Generación X”. El artículo de Wiki al respecto no tiene desperdicio. Muy recomendable como terapia, y es gratis. También según Wiki, la generación precedente es la “Y”. Lógica aplastante. He preguntado a mis Aitas cuál es su letra. No les ha hecho mucha gracia. Otros dicen que el Gobierno niega todo conocimiento pero que oculta algo en “Expedientes X”  y que la Verdad está ahí fuera. Elemental, Querido Mulder.

Una x en un recuadro naranja es la advertencia de que el contenido de esa botella es altamente tóxico (que contiene la x, ¡pasapalabra!). Deberían vender camisetas con ese logo. Yo las compraría. Para regalar.

El botón x de la playstation es el más molón. De hecho, es el pulsador play de la play. Y es el que oprimes (nunca mejor dicho) cuando quieres volver a reiniciar en ese punto que no puedes superar, y en el que siempre acabas muerto. Game over, over, over and over.

El miércoles es la x de la semana. Un día en el que no sabes lo qué va a pasar. Igual que los otros seis, pero así todo el asunto cuadra. La x también representa la reactancia, pero esto es demasiado freak (leído freac, plís) hasta para mí. Estoy seguro de que es una virtud de la que disfrutamos a manos llenas.

La “Materia X” es también conocida como materia oscura o antimateria. Agujeros negros de subnivel atómico que anegan y devoran todo lo que pillan a su paso. Científicos de toda calaña dudan de su existencia y ubicación. Yo sé dónde está. En las páginas de economía de los diarios. La llaman “mercados”.

El único elemento de la tabla periódica que comienza por x es el Xenón. Sirve para confeccionar emisores de luz. Faros para berlinas germanas muy pijas. Y también es el elemento principal para obtener fuentes de una cosa llamada luz coherente que a estas alturas de mi desvarío es irresistiblemente atractivo. En concreto se llama así porque tiene dos manifestaciones claras y luminosas. Su coherencia espacial y temporal. He salido a buscarlo a la droguería. No tienen.

En un teclado informático el intento de controlar la x, es decir el comando “ctrl. x” es nocivo y azaroso en grado sumo porque te aboca a la destrucción de lo anteriormente escrito. Delete me.  De hecho lo comprobé y ésta es la segunda vez que redacto esto. En algunos programas, teclear tres veces esta acción es como llamar a Candyman el mismo número de veces. La perdición digital absoluta.

En el alfabeto de señales náuticas, la bandera x  significa “suspenda lo que está haciendo y atienda a mis órdenes”. Hay un tipo en la azotea de enfrente haciéndome esa señal. Ni caso. Las otras dos enseñas del reglamento marítimo que tienen una aspa en su diseño son la m “mi barco está parado y sin arrancada” y la v “necesito auxilio”. Todas me gustan. En el código internacional de comunicaciones x es x-ray, por rayos-x, esos que te atraviesan para ver lo que te anda mal en la bodega y no lo sabes.

Por supuesto, la x es una devota adicta de los mapas. Esos donde líneas de x separan a los países enfrentados, como un ideograma de alambradas. Su observación despliega sentimientos de beligerancia retroalimentada. No es raro, cuando nos enfrentamos a un ataque o no queremos que se metan en nuestras vidas, cruzamos los brazos sobre el pecho en una x anatómica-forense. En los mapas del tesoro del pirata Pata Palo, que come pulpo crudo y bebe agua del mar, hay siempre una x gorda marcando el lugar donde hay que cavar. Un emplazamiento que puede estar condicionado por variables o constantes que son una memez manifiesta como que Alejandreta es la actual ciudad turca de Iskenderun. Y sino que se lo pregunten a Indy.

Todos estos lugares implican un nivel de ignorancia y/o torpeza que nos reconforta porque estar en Babia mola. Sin embargo, algunos estampan la temida letrita junto a un aviso de “usted está aquí”. Pictografías que te informan con icónica soberbia de tu lugar en el mundo. Una estación de metro con demasiadas salidas. Salidas que son, a su vez, entradas. Un detalle que nuestra aspa olvida con desparpajo. Lo del “aquí” tiene su miga esquizo-temporal. Puede ir acompañado de un “hasta” para convertirse en un “hasta aquí”. Sinónimo de un “aquí y ahora” que en realidad no es ningún lugar sino un momentazo catastrófico donde el horizonte imaginado se rompe en pedacitos por efecto de cualquier implosión emocional. Llámese esquina cualquiera. Llámalo x. Una frontera de lo que pudo ser y no fue. Un paisaje en escaparate que contemplas a la velocidad de un tren-bala. Y sin embargo no te has perdido detalle. Conciencia total de lo ocurrido sin filtro de protección intelectual alguno. Radiado y en pelotas. Todo entra hasta la cocina. Un ejemplo de ello que me encanta es la historia de Marvin Gaye. El negrazo cantante de soul. Tuvo una vida muy turbulenta. Tifones que su mujer aguanto durante años hasta que le planto una línea de x al final de un acuerdo de separación para que firmara. En dicho documento, se establecía la entrega de los beneficios íntegros del siguiente LP del músico a su excónyuge como resarcimiento económico. Marvin se metió en el estudio de grabación con la voluntad de crear el disco más ramplón y despersonalizado posible, para dar cuenta de lo poco que el asunto del abandono le importaba y de su mezquindad voluntaria. No se sabe qué ocurrió dentro. Quizás el micro, la soledad y las paredes acolchadas fueran demasiado para él. Pero lo que salió de ese crisol sónico fue una preciosa y salvaje historia de un amor. Un largo poema tejido con ternura alucinada. Lo tituló “Here, My Dear”. Aquí está... lo que fuimos... Cariño. Entre esas treinta y tres revoluciones. Dicen que ella lloró de amor y  amargura ante el relato de lo suyo. Luego volvió  a denunciar a Gaye por airear sus trapos sucios en una obra monumental e indiscreta. Un "Aquí y Ahora" muy gordo. Una gran X, sí señor. El resto de la vida de Mister Sexual Healing fue agridulce o decididamente turbia. Hasta que le mato su propio padre de dos disparos con una pistola que el mismo le había regalado y… en defensa propia. No creo que se pueda contar cosa peor de cualquiera. Moraleja, ni idea… ¿x?

Como hemos podido comprobar, la x siempre va de la mano del secreto, con todo su desasosiego y esperanza en el futuro imperfecto. Y creo que la única manera de lidiar con estos dilemas imposibles es abandonar la manía de ir por esos caminos despejando incógnitas. Forzando los resultados. Hallando respuestas lógicas donde nunca las hubo. Dejar que la x se convierta en las alas de una mariposa, y que su efecto mueva ese satélite de allá abajo sin que yo tenga que hacer nada. Me gustaría poder marcar con un icono de toxicidad todos los aspectos de nuestras vidas que no necesitamos. Me gustaría que la antimateria se autodestruyera y dejara de chingarse nuestras vidas. Me gustaría que los mutantes X tuvieran un lugar bajo el sol como todos los demás. Me gustaría que Descartes estuviera equivocado y que sus puñeteras coordenadas no sirviesen para encontrarse la mano izquierda. Me gustaría que alguien me dijera donde no está esa x, para esperar allí cada atardecer y  que el “aquí” y el “ahora” tengan, por una vez, un no-lugar donde encontrarlos. Me gustaría que el Planeta X se mostrara porque, aunque inalcanzable ahora, podría afectar de manera diferente a mi gravedad, o yo a la suya... para variar. Tantas cosas. X cosas. ¡Ah!... Y la Paz Mundial, que creo que se consigue con no sé qué de un masaje en los pies por cabeza y a diario para todo quisqui… o algo así.

Me gustaría que al final sólo quedara una equis sobre este pergamino gastado. La divisa de un beso. ”Beso” en inglés y “equis” tienen el mismo origen. Mejor dicho “kiss” se refiere a la equis. En la Baja Edad Media (en realidad no sé sí era la Alta o la Baja, pero el detalle me queda de rechupete), el personal que no sabía escribir, firmaba con una torpe aspa los legajos que refrendaban su matrimonio, los límites de sus tierras o su esclavitud. Acto seguido los rubricaban con un sonoro beso. Cyssan en antiguo sajón y Kiss on después. Sobre la equis. Esa que marca el instante cuando el destino nos echa mano. Ese paraje al que queremos ir casi siempre. Nuestro íntimo mapa del mundo. Por eso escribimos largos tramos de x al final de estas misivas electrónicas. Muxus virtuales que a nuestros labios les saben a  tan poco, porque acostumbran a sustituir caricias que se nos han despistado.

En griego clásico la equis se lee “chi”. No tienen ninguna coincidencia pero ahora se me antoja que suena como el "Chi". El concepto de la fuerza vital en la tradición china. Su traducción literal es “aliento”. Ese que debería ser capaz de medir la distancia máxima  del espacio entre nosotros. Es desconcertante haber hecho ese largo viaje para quedarme suspendido a tan poca distancia de tu edén. En la órbita de tan sólo un suspiro. Pero la equis trazada en el plexiglás ha quedado del otro lado de esta ridícula escafandra de cosmonauta. En el helado vacío. Tan remota. Tan cercana. Como sólo pueden serlo nuestras incógnitas. Esas que no quiero desvelar, porque no puedo.

Una equis sigue marcando el lugar.

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a.