martes, 27 de diciembre de 2011

EL MAR Y LA VIDA





"Suite para cello solo nº1" Johan Sebastian Bach

Una amiga recomienda humildad para “salir del matadero en el que ya estamos”. Vaya por delante que lo comparto al completo, y que pienso que hay que tener un par de ovarios para dejarlo escrito y que lo lean. Así, sin más. El caso es que bien sea porque las respuestas te llaman con un toquecito en el hombro, porque este lugar tiene un cielo líquido en el que todo el paisaje parece sumergido, porque uno está de vacaciones (es decir, fatal) y el trabajo de la conciencia se le acumula como los cacharros sucios en un fregadero, o porque simplemente somos un setenta por ciento agua, lo cierto es que ayer acabe sentado frente al mar meditando a la busca de algo que se me escapa entre los dedos la mayor parte del tiempo.

Sopla la brisa. Esa que se lleva lo que más guardamos. Reconforta y hiela. Tiene un mecanismo maravilloso. La estructura de la superficie del agua se agarra a esos soplos como lenguas de gato. Levantando pequeñas pirámides a modo de vela. Se va encrespando y rizando. Las olas nacen así, y se agrandan con la misma turbulencia que crean. Tifones en miniatura que se retroalimentan. Como nuestros propios huracanes que se abren paso si les ofrecemos el más mínimo aliento. Y donde antes había un vientecillo dulce, ahora hay una tormenta. Dicen los entendidos que el esqueleto molecular del agua salobre permite que los torbellinos de aire las levanten hasta los sesenta metros. Por si alguien anda perdido con las medidas, eso son veinte pisos. Galernas pavorosas que viven y matan en Terranova, al este de Java y en el Golfo de Bizkaia. Existen, pero nadie las ha visto. Mejor dicho nadie ha sobrevivido para contarlo. Y todas ellas se alumbraron en una ligera brisa como la de ahora.

Entonces ¿mejor que no bufe el viento? Pues no, no hay peor peligro que la tranquilidad total. La calma chicha. No hay aire en las velas. No hay nada por lo que luchar. Sólo queda el tedio, el escorbuto y el motín. Mejor cruzar el Cabo de Hornos. Con media marejada, porque a pesar de que intentamos llegar a Marte, nadie ha cruzado el Paso de Drake en un día de arbolada. Los que lo han conseguido con buen tiempo lucen un aro de oro en su oreja izquierda que es por donde aúlla el vendaval. Los envidio.

Tipos expertos en esto de navegar, y existen varias maneras de hacerlo. La más simple es seguir la costa. Avisado por los fareros. Refugiado en sus bahías. Vigilado por los guardacostas. Y plenamente consciente de dónde estás en cada momento. Pero eso, aunque tranquilo y distraído, no es una travesía, lo llaman “cabotaje”. También se pueden surcar las rutas marítimas. Largos pasillos, arados por miles de navíos, trazados por intereses comerciales, prácticos, lógicos… autocolonialistas. Extensos corredores convertidos en no-lugares, donde nadie se mira porque todo es seguro y aburrido. Eso deja un gran espacio vacío. La mayor parte de los océanos que cubren este planeta son desiertos desolados por donde nadie transita a no ser que se haya perdido, naufragado o tenga una razón de mucho peso. La única que cuenta es que el conocimiento se halla siempre en territorio desconocido. No hay otra. Internarse en esas aguas profundas para empaparse. Y a eso lo llaman navegación “de altura”.

Cada uno elige la embarcación que cree conveniente. Gráciles dhowns como los que cruzan el Golfo Pérsico desde que los faraones eran negros. Desde Nubia hasta la Costa de las especias, sin mapas, sin salvavidas, sólo por el goce de vivir… perdón de descubrir. Enormes petroleros, lentos, feos, esclavos de su contenido contaminante. Necesitan hasta un par de millas para virar y detenerse. Cosa que acostumbran a hacer mal y a destiempo frente algún paraíso natural. Yates horteras con fiestas a bordo. Portaviones para llevar la guerra desde sus entrañas hasta otros hogares, pero lejos de los propios. Atuneros artesanales donde importa cómo manejas tus artes de pesca y no lo que llevarte en la red todo lo que puedas. Piratas de buen corazón y mucha mala leche. Gabarras sobrecargadas, bellas goletas, esforzados remolcadores, buques de rescate, tablas de surf, chalupas que hacen agua, gélidos rompehielos, balsas de refugiados y colchonetas de playa. Hay de todo. Cualquier cosa  que flote.

Lo que no flota se hunde. O lo hundimos porque nos molesta y nos jode. En junio de 1943, y sólo ese mes, los submarinos alemanes enviaron al fondo mercantes por un total de setecientas treinta y ocho mil toneladas métricas. Para los que anden perdidos con las medidas, es lo mismo que coger un millón de automóviles y lanzarlos por la borda. Al Mar le da igual, se lo traga todo. Y esto no es un manifiesto antiecologistas, sino la constatación de que todo lo malo que ocurre nos lo hacemos a nosotros mismos. Toda la chatarra se amontona en nuestros atolones de coral. Casi todo el daño es autoinfligido.

De una manera u otra, elegimos o nos adjudican nuestro navío. Con la carga en la bodega. Aquí todos llevamos una. El lastre de los días. Mercancías con las que comerciar en puerto. Víveres para la singladura. Botellas de ron. Contrabando emocional. Manifiestos alterados para esconder lo que de verdad guardan esos toneles. Y eso conlleva un riesgo. Hemos apilado las cajas de un modo concreto y en un lugar especial. Anudando las eslingas y ajustando con mimo los pesares al eje de la quilla. En una cafetera que hace de todo menos estarse quieta. Y con el oleaje, la torpeza o simplemente porque sí, cambia de sitio. Las cosas que atesoramos  se deslizan. Sufrimos un letal desplazamiento de carga. Un cambio de nuestro centro de gravedad. Lo que no pesaba, ahora nos arrastra. Donde no importaba, ahora importa. Donde antes valían para todo, ahora es obra muerta. Desequilibrando toda la nave. Abriendo vías de agua. Desparramadas como la cubertería del Titanic. Colocándose del lado oscuro de esa ola  gigante que se nos viene encima. Traicionando nuestra propia confianza. Una que no debíamos haber depositado en ellas, porque las cosas sólo son cosas, y los malos recuerdos no debemos almacenarlos sino barrerlos. Mantener despejada la cubierta. No es nomenclatura naval pero creo que a eso lo llaman “desaprender”.

Pero lo que importa es el rumbo. Y eso es harina de otro costal. Cuando viajamos por tierra todo está donde ha de estar. Llegas a un cruce y puede que no sepas hacia qué lado tirar. Pero ahí está esa encrucijada gritándote que es el momento de tomar una decisión. Y tus opciones son limitadas y concretas. No sé, me suena a libertad tutelada. En altamar no hay equis indicando el lugar. No hay una puta señal que te oriente. Has de trazar rutas y llevarlas a cabo. Tú sólo. Con la única ayuda del Sol, la Luna y las estrellas. Tus compañeras de viaje. Buscando el Norte. Ése que son dos. El geográfico y el magnético. Como si la vida tuviera dos. El que nos atrae  y el que nos lleva. El que nos indica nuestros deseos, y el que está marcado en todos los mapas. Ambos están separados por casi mil millas. Para los que están perdidos con las medidas, la misma distancia que hay entre Venecia y Lorient. Dos puertos bañados por mares diferentes. Un pelín separados. A todo esto, Lorient es un lugar precioso de la costa bretona cuyo nombre se debe a que sus barcos zarpaban a Oriente, y el corazón de sus gentes también. Creo que nunca entendieron este jaleo de los polos y las emociones. Por añadidura, el Norte magnético no se está quieto. Cambia su posición, y con ello la nuestra.  Tanto que se dirige, poco a poco, al Sur. Ese sitio donde todos queremos acabar.

Por si todo esto fuera poco, el Mar esconde un gran secreto. Se mueve. Sí, ese océano inmenso se mueve. Está repleto de corrientes. Parece uno entero pero es como un laberinto de ríos de diferente temperatura y salinidad. Moviéndose en cualquier dirección. No puedes estar quieto y no hacer nada porque te llevará adonde no imaginas. Probablemente hacia los arrecifes, porque al Mar le disgusta mucho la pereza disfrazada de desapego. Tienes que moverte, porque nada se detiene. Y para ello, has de saber tu rumbo, tu velocidad y tu posición. A eso se llama navegación de “estima”. Y la estima que te tengas ha de tener en cuenta la corriente sobre la que viajas, porque puede acelerar o ralentizar tu viaje. Como caminar hacia delante o hacia atrás en un vagón de tren embalado. No hay nada en el horizonte. Ninguna referencia. Calculas durante cuánto tiempo y a cuántos nudos has ido para saber donde girar el timón. Cada trayecto entre cambio de rumbo se llama “derrota”. Amo mis derrotas porque son obra mía, y sólo mía. Y de eso modo, escorando a babor y estribor,  intentas llegar a un punto en medio de la nada. Es tal la dificultad que los viejos lobos de mar llaman a ese destino final exacto y sin errores, “punto de fantasía”. Y ese es nuestro destino, un punto imaginario,  inexistente en los mapas, pero tan real que estamos dispuestos a jugarnos por él, todo lo que tenemos. Con pericia marinera. Con valor. El mayor acto de fe en nosotros mismos.

En ocasiones, ese punto de fantasía, puede realmente no existir. Quimeras que perseguimos. Atlántidas. Triángulos de las Bermudas. Producto de nuestro ego desmedido. Nuestro maldito Paso del Noroeste. Aventuras forjadas con el único objeto de hacernos peores. Delirios de grandeza para encontrarnos con nuestra verdadera naturaleza. Venenos del alma. Como sir John Franklin que partió a la busca de un mítico camino entre el Atlántico y el Pacífico por el norte de Canadá. Sus barcos, el Erebus y el Terror (vaya nombrecitos) quedaron varados entre los témpanos. Todos murieron. Tumbas a las que se sumaron las de los que intentaron rescatarlos en los años venideros. Muchas. Para los que anden perdidos con las medidas, demasiadas, siempre son demasiadas. Vidas de seres como tú y como yo. Con sus anhelos, amores y esperanzas. Perdidas en pos de la gloria, la vanidad, y la estupidez.

Todos cazamos esas ballenas blancas. Alucinados por escuchar un “allí resopla”. No miramos a nuestro alrededor. Dejamos un reguero de gente abandonada a sus sentimientos. Personas a las que no salvamos, porque significa detenernos y renunciar a nuestros sueños. O lo hacemos únicamente por, como dice mi amiga, adquirir poder. Porque nos viene bien. Pero en realidad son náufragos que dejamos a nuestra amura. Y cuando eso ocurre, todos ellos tienen una posición respecto a nuestro rumbo. Para que os quede claro, ese pasar de largo, en términos de náutica,  se llama “demora”. Y como todas las demoras es imperdonable.

Con todo esto me he adentrado en este Mar. Vigilando las mareas, que pueden ser inexistentes como en el Mediterráneo, o veloces como el galope de un caballo como en las marismas de Mount Saint Michel. Cruzando los bancos de niebla. Con la brújula que un buen amigo me puso en la mano, aparejada de una confianza de la que me enorgullezco. Con un vigor que me acompaña siempre. Cantando a los delfines desde el bauprés, y avergonzado porque éste es un sueño robado. Pero me parece tan bello. Saboreando los amaneceres y las auroras boreales. Anonadado por el fuego de San Telmo que se enreda en el palo mayor. Podría decir que he olvidado mis temores pero, siendo honesto, no. Me gustaría pero no. Lo cierto es que yo también me amotino cuando falta lo que necesito. Y no está bien. Que no he cruzado el Cabo porque aún no me atrevo. Que no tengo la “altura” suficiente. Que he intentado matar a Moby Dick. Que también echo mi chatarra al agua cuando nadie mira. Que el cargamento hace lo que le viene en gana. Que confundo los polos, los míos y los de los demás. Y eso tampoco está bien. Que no conozco mi verdadera posición, ni mi rumbo, y la mayoría de las veces me importa un comino. Que tengo algunas “demoras” en mi cuaderno de bitácora. Y cuando me doy cuenta de todo eso… entonces las olas crecen, y parece que van a alcanzar esos veinte pisos, y creo que no saldré de esta, y me acojono de veras. Porque yo no sé navegar. No he aceptado mi oscuridad. Y he de hacerlo para aprender. Para que alguien me enseñe cómo se hace. Para que estos mapas que llevo tatuados en el corazón me muestren sus latitudes y sus profundidades. Sólo tengo este bote, del que he hecho mi hogar, mi causa y mi ciudadela. Pero a veces achico el agua con una lata. Es lo que hay. No me entero del todo, pero prometo escuchar mejor. Los que amamos no son una costa en la que abrigarnos sino un océano para compartir. Para vivir. También son ese Mar que se mueve. Por una vez, la Vida imita al arte… el de la navegación. No sé nada de barcos, ni de cantar en el bauprés pero estoy dispuesto a esforzarme, a regalar todas las sonrisas y las lágrimas necesarias para ello. Para los que andan perdidos con las medidas, pues mira, ni puta idea. Las que hagan falta.

a.







1 comentario:

  1. simplemente genial amigo. Me despierta tanta ternura tanta verdad...
    Carmen

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