Un
hombre se disponía a celebrar su cincuenta cumpleaños con un gran banquete.
Cuando iban a sentarse a la mesa un invitado pregunto a la mayor de las tres
hijas de aquel hombre como era su amor por él. “Mi amor es dulce como el
azúcar” contestó ufana. Los asistentes mostraron su satisfacción, y el hombre
su orgullo. Al escucharlo, la pequeña de la familia se apresuró a decir que el
amor que sentía hacia su progenitor era “dulce como la miel”. Todos sonrieron
alborozados ante sus palabras. Y, acto seguido, sus miradas se posaron en la
mediana de la prole, esperando una cariñosa respuesta a la misma pregunta. Muy segura de
sí misma, la chiquilla dijo “Mi amor por mi padre es como la sal”. La sorpresa
rondó por el salón, mientras rumores malintencionados pasaban de boca en boca.
El padre, estupefacto, pidió la comida e intento disimular su decepción. La joven
fue en busca de las viandas. Al cabo de un rato, volvió con tres platos para él.
Todos contenían lo mismo, su guiso favorito. El hombre pregunto porque le
servía esos tres platos en vez de uno sólo. Y la joven contestó: “He cocinado
tu receta sin sazonar. Después he puesto azúcar en el primero, miel en el
segundo, y la justa pizca de sal en el último”.
Cuando
decimos “sal” algunos saben que hablas de aquello que da sabor a la vida. Otros, en cambio, sólo piensan en el nombre de la única piedra que se come.