miércoles, 19 de octubre de 2011

PATINAZO CÓSMICO



"One big love" Emmylou Harris


En la primavera de 1961, los norteamericanos andaban locos porque los rusos habían lanzado a un tipo al espacio y le habían hecho dar un par de vueltas a la Tierra. La vergüenza nacional alcanzaba cotas estratosféricas, nunca mejor dicho, al no poder equiparar ese logro. Así que decidieron enviar a su propio representante al Vacío como fuera. Lo cuál pintaba como una mala idea, o quizás no.

Eligieron a Alan Shepard como pionero espacial, y le encomendaron algo que ya había realizado antes un colega de trabajo muy especial, Ham El Chimpancé. Un asunto muy comprometido porque lo que tiene el control de calidad con simios es que si luego vas tú, impecable oficial de una superpotencia, y la pifias… vas a quedar como el culo de un mandril. Pelado y en pompa. Por añadidura, coronar con éxito el desafío sólo exigía una cosa. Pulsar un botón, apretar los dientes y aguantar. El piloto era un convidado de piedra en un juego muy peligroso. Al fin y al cabo, lo montaban en un cohete de feria muy caro al que sólo había que encenderle la mecha. Y quedarse quieto, contemplando los acontecimientos, es una de las cosas más simples pero más difíciles que existen. Sin mover un dedo mientras el destino te alcanza. No hacer nada en absoluto. Una cosa pero que muy complicada.

La misión Mercury era un desastre. Acuciados por una supuesta invasión de platillos volantes comunistas, se habían gastado un pastuzo en prototipos que se pedorreaban en la madre que los parió, a la sazón, una panda de ingenieros de pasado nazi y dudosa eficacia. Sin embargo, los soviéticos habían puesto en órbita a Yuri Gagarin con una precisión y austeridad proverbial. Los rojos eran capaces de hacer volar a un mecánico de Vladivostok con un trapo sucio, un destornillador y una botella de vodka. Incluso sólo con la botella.

Así que esa mañana, todo el país estaba emocionado a excepción de los propios implicados, que conocían perfectamente la verdadera dimensión de la chapuza. Tanto es así que la frase lapidaria del astronauta al entrar en la cabina fue “Dios mío, no dejes que la joda”. Muy descriptiva como plegaria. De acuerdo al nivel de imprevisión previsto, el lanzamiento se fue retrasando durante varias horas a medida que los técnicos iban apagando las luces rojas de catástrofe según  se encendían una tras otra. Los procesos con suspense son entretenidos en la tele, pero Alan estaba embutido en una cápsula en miniatura, totalmente sellada, y sobre varias toneladas de combustible enriquecido y chatarra de alta tecnología. Los minutos pasaban. Y el que espera, desespera. Supongo que se le iría la cabeza al catálogo de calamidades posibles. Desde la desmembración súbita por deflagración al escarnio público por ser un inútil. Pero los golpes le llegarían un poco más bajos de lo que imaginaba. Bien porque uno tiende a perder de vista lo más mundano, o bien porque era lelo, Shepard olvidó que se había tomado un montón de zumos de naranja en el desayuno. Para quitar el regusto metálico del miedo, por ejemplo. El viaje no llegaría a una hora, pero llevaba varias horas enlatado en duraluminio lo que permitió que el exceso de líquido y los nervios hicieran de las suyas. Eso le llevo a abrir el micro y soltar un tímido y enternecedor “Houston, tenemos un problema… me estoy meando”.

El estupor corrió por el centro de mando. Nadie había redactado nada de pérdidas leves de orina en el manual de operaciones. Yo creo que los cerebritos de la NASA pensaban que los tarugos de las fuerzas aéreas sólo iban al aseo con una orden directa y por escrito. Así que, tras deliberaciones y cónclaves al más alto nivel, su científica respuesta fue “Capitán, hágaselo encima”. Shepard avergonzado pregunto sino podía salir al excusado un momento. Ni de coña, eso cancelaría la misión. Ni siquiera sabían como apagar los motores sin agotar la gasofa. No estaban en una clase de primaria sino que aquello era una bomba volante. Reticente, el piloto, pregunto por los posibles peligros de evacuar su vejiga sin evacuar el resto de su persona de la nave. Con una honestidad a toda prueba, y muy hijadeputa también, le informaron de que llevaba tantos cables y sensores pegados al cuerpo que alguno podía cortocircuitar al contacto con la agüita amarilla. Entre el bochorno eterno de tener su bautismo espacial con orines, y volar en pedazos por los mismos, Alan eligió el camino de en medio. Aguantarse. Era lo que más se parecía a no hacer nada.

Por fin, la cuenta atrás llego. Tres, dos, uno… ignición… y micción, claro. Ninguna próstata prieta es capaz de aguantar varios “g” de gravedad negativa. Mientras el gallardo oficial era elevado a las más altas esferas su uretra se liberaba con alivio. Como iba sentado con la espalda apoyada en el respaldo, y el respaldo descansaba en el suelo la cosa se le escurrió por la entrepierna y quedo embalsada en su espalda, mientras la nave temblaba por el impacto sónico. Por suerte no hubo ni un chispazo, pero sí una cálida y húmeda caricia en sus omoplatos. A estas alturas, Shepard sólo pensaba que los meados no le llegarán al morro en un frenazo y su voz quedara grabada para la posteridad entre borboteos extraños. No se permitió pensar en los huevos con bacon que habían acompañado a los dichosos zumos. La posibilidad de compartir escafandra con el “big business” era demasiado pavorosa. Pero para entonces ya había ejecutado los dos loopings de rigor y el amerizaje era… inminente... je,je.

Cuando lo sacaron de la cápsula, el equipo de rescate se apresuro darle palmadas en la espalda. Y fue la propia salpicadura interior de sus miserias quien le anunció que la misión había sido un éxito completo. El honor patrio estaba intacto y era el primer ciudadano del mundo libre en visitar el espacio. Su traje se exhibiría en el Smithsonian,  con cercos incluidos, para asombro y pasmo de la Humanidad. Junto al eterno hedor de la gloria. Su incontinencia le había permitido no pensar en ese montón de cosas que había imaginado, durante semanas, que iban a ir fatal. Le dejaron hacer eso que le habían encomendado, no hacer nada de nada. Bueno, aparte de mearse encima. Y eso le salvó de ponerse en una tesitura que haría cagarse encima a cualquier otro hijo de vecino. ¡Vaya!

Alguien muy respetado me ha comentado que da la impresión de que vomito uno de estos post cuando he llegado al cabo de la calle en uno de esos periplos personales que jalonan nuestras vidas. Pequeñas certezas o diminutas respuestas a algo que me intriga. No sé. Lo que sí sé, es que me había encomendado no hacer nada en una tarea concreta e importante. Aguantar el tipo. A veces, lo necesitamos, para ver la medida real de las cosas. Pero esperar como las cosas se te vienen encima por sí solas es un barrio mental donde una mala idea vagabunda puede encontrar un buen empleo y liarla parda. Olvide, durante un instante, que "no hacer nada" es únicamente no intervenir de manera artificial sobre lo que nos ocurre. Y no tiene nada que ver con dejar de ser uno mismo. No me he meado encima, pero el otro día casi. Parecía que mis emociones perecerían por exposición a los elementos. Estaba atónito. Pero lo que ocurría es que me encaminaban a otro lugar. Uno que desconozco adónde lleva pero cuyo paisaje me encanta, y me da paz. Alegría. Aunque haya llegado dando un patinazo cósmico. 


a.




miércoles, 5 de octubre de 2011

NADA ES INMINENTE


"Make tomorrow" Peter Gabriel

“Inminente” proviene del latín “Imminere”. Significa “amenazar”. Así que inminente es algo que amenaza con caernos de pronto encima. Pero acostumbramos a confundir la calidad de los eventos con la emoción que nos causan. Algo nos indigna, por tanto, es indignante. ¡Paparruchas! Por añadidura, cuando sentimos aprensión por que las cosas se tuerzan malamente, pensamos. “Esto es inminente, me puedo dar por jodido”. Da igual que eso se corresponda con la realidad objetiva o no. Ocurrirá. En un puñado de ocasiones así pasa. Por nuestro empeño en arrinconarnos hacia lo que creíamos que estábamos abocados. En el resto, que son la mayoría, ocurre cualquier cosa. La que menos imaginamos suele llevar todas las papeletas.

“Nada es inminente” Eso debió pensar Carl Friedrich Gauss cuando lo sacaron de la mazmorra. Llevaba días esperando a que lo pusieran contra un paredón, así que el alivio era grande. Gauss era matemático. Es el tipo de la campana. Sí, ésa, la Campana de Gauss. La que dice que los procesos emergentes y bien dirigidos ascienden hasta su punto máximo de desarrollo, se quedan así un ratito y si no los mimas y riegas con ideas nuevas y frescas se lanzan de nuevo al oscuro vacío como en el desplome de una montaña rusa. La expresión aritmética de que no hay que despistarse y dar por sentado que las cosas van bien. Van a ir bien pero no van a seguir ese sendero sólo porque sí. Hay que currárselo un poco.

A Carl Friedrich le habían enchiquerado en Brunnswick por sus ideas ultraconservadoras y próximas al corolario político de su mecenas, el duque de dicho lugar. Un noble innoble que le gustaba rodearse de lumbreras para dar cuenta de una sensibilidad imaginaria que no repartía con sus súbditos menos letrados. Llevaba años financiando los proyectos de Gauss, e inoculando en él sus ideas más retrógradas. La verdad es que era una bestia parda con ínfulas y nuestro personaje había decidido mirar hacia otro lado mientras tuviera cama, comida y papel para sus teorías. Que fuera un genio de los números no significa que no fuera gilipollas. En 1806, los ejércitos de Napoleón entraron en sus tierras, trayendo sus ideales ilustrados. A los adalides de la Revolución no les hizo ni pizca de gracia que una mente privilegiada nacida en el seno del pueblo llano se hubiera vendido a los caprichos de un oligarca carne de guillotina. Así que le echaron mano y estaban perdiendo la paciencia con su geométrica tozudez cuando alguien intercedió por él, y le salvo de aquello que parecía… inminente.

Tras su liberación, descubrió que su salvador era Monsieur Le Blanch, un colega de disciplina con el que llevaba tiempo carteándose. Su benefactor había removido cielo y tierra hasta dar con el comandante francés de la fortaleza que donde estaba retenido y en capilla. No sabemos que argumentos esgrimió para sacarle de allí. Los méritos intelectuales de Carl eran a esas alturas evidentes, y su falta de tacto político también. Yo me decanto por lo de la gilipollez. Estas cosas suelen funcionar así. Algo como “Excelencia, el sujeto en cuestión tiene un cerebro para lo suyo, pero para nada más. Déjelo marchar, es inofensivo”. Veleidades mías. En cualquier caso, fuera lo que fuera, surtió el efecto deseado.

Contra todo pronóstico, Le Blanch se mostró esquivo a los razonables deseos de Gauss de mostrarle su agradecimiento en persona. Gratitud que había difuminado la anterior envidia sana o insana que había sentido hacia el misterioso profesor. Años antes, Le Blanch había postulado una teoría sobre los números primos de gran envergadura. No me preguntéis, yo soy de letras, pero puedo decir que aclaraba el entendimiento del trabajo visionario del propio Gauss. Además, puso la primera y más importante piedra en la ardua búsqueda de la solución del Último Teorema de Fermat que se resolvería doscientos años después. Una cosa de cubos y cuadrados que es como el santo grial de las ciencias exactas. No importa en qué consiste, pero mola saber que Fermat halló algo correcto, iluminador y muy humano sin saber demostrarlo de manera teórica ni empírica. A estas alturas, podéis imaginar lo seductor que me parece. Creo a pies juntillas que encontramos soluciones propias y acertadas a los dilemas de este viaje, sin tener ni pajolera idea de cómo hemos llegado hasta allí. Y aunque dudamos como perros, sabemos que son ciertos. Quizás las únicas certezas verdaderas que albergamos. Y los demás que digan lo que les venga en gana.

Pero volviendo al hilo de este dislate, al final Le Blanch abrumado por las circunstancias, el revuelo montado en la comunidad académica y los reconocimientos se avino a encontrarse con Gauss. El alemán de las curvas peligrosas no se encontró con un anodino y ensimismado alter ego sino que fue a toparse con una de las más grandes sorpresas de su vida. Probablemente la mayor. Monsieur Le Blanch no era tal, era una mujer llama Marie Sophie Germain. Autodidacta, inteligente y decidida. A la par, la autora de esas teorías adelantadas a su tiempo y la artífice de su liberación era una persona ninguneada y puteada, para que andarse con paños calientes, por su género. No le habían permitido ir a la universidad politécnica, no le daban un título y para formular sus descubrimientos tenía que disfrazarse de señor viejales en sus cartas e informes. Los culpables eran los mismos que no habían movido un dedo para ayudar al germano. Sin embargo, ella se jugó el prestigio, la honra y se había arriesgado al ridículo público por salvar el pellejo de un elemento al que ni conocía y sólo respetaba por su trabajo. En definitiva, había hecho lo contrario de lo que llevaba sufriendo en sus carnes toda su vida. Dar un paso adelante por alguien, más allá de los putos prejuicios de mierda (¡perdón!). Tender la mano, con todas las opciones en contra, y demostrar que nada es inminente para nadie si tienes la entereza suficiente.

Esta hazaña personal, no le deparo grandes réditos a Marie Sophie. Más bien lo pago caro. Ninguna buena acción queda sin castigo. Desvelada su identidad, y a pesar de los esfuerzos de Gauss, nunca consiguió el reconocimiento debido en vida. Le siguieron dando de lado porque algunos no podían tragar que una mujer tuviera más saber y más güebos que sus señorías. A mí me gusta pensar que a ella le importaba un pimiento, que estaba a lo suyo porque estar en paz y equilibrio con uno mismo es la única manera de poder ofrecer algo a los demás. Era una persona de hechos y no de palabras, propias o ajenas. Y me entristece que en su fe de defunción, el funcionario de la república de la Igualdad anotara como ocupación, arrendadora de fincas. En realidad, no me entristece, me hace avergonzarme de ser un hombre. Es lo que hay.

Madmoiselle Germain tendría sus noches oscuras a solas consigo misma. Por muy valiente que fuera. Se sentiría sola y algo cobardica. Con ganas de tirarlo todo por la borda. El peso de nuestra cultura y los miedos que nos tatúa pueden laminar a cualquiera en horas bajas. Desearía decirle que eso no empaña su vida sino que la adorna. Que le da una dimensión enorme a su entrega. Pero no puedo porque ya no está aquí para escucharlo. Y me resisto a no hacerlo así que...


...Querida Marie Sophie, estés dónde estés, seas quién seas, sé que te sientes incomprendida. La eterna lucha entre tus convicciones y las convenciones mundanas es una pelea desigual. Quizás en tu entorno no quieran entender cuál es el camino que has tomado. Quizás te nieguen esa herramienta que necesitas. Quizás hayas encontrado un espacio vacío donde debiera estar. Puede que pienses que te distraes más de la cuenta, y eso te impide llegar más lejos. Puede que, a ratos, estés confundida. Pero no es así. Eres fuerte. Tu esfuerzo no es baldío. Importas y eres importante, dos cosas que se parecen pero que no son lo mismo. Yo he estado confuso y tu inspiración me ha sacado de ahí. Me ha permitido comprenderlo todo sin entender nada en absoluto. Me ha salvado un poco de mí mismo, algo que todos necesitamos. Y me gusta caminar a tu lado. Por ese umbral que quieres cruzar. La vida nos sorprende. Toma mi mano si la necesitas… o no. Da igual. No importa, porque nada nos amenaza. Nada es inminente.


a.